Esta carta
quiero dedicarla a la Eucaristía y en más concreto, a algunos aspectos del
misterio eucarístico y de su incidencia en la vida de quien es su ministro. Por
ello los directos destinatarios de esta carta sois vosotros, Obispos de la
Iglesia; junto con vosotros, todos los Sacerdotes; y, según su orden, también
los Diáconos. Estos ministerios que empiezan normalmente con el anuncio del
evangelio, están en relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la principal y central razón de ser
del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la
institución de la Eucaristía y a la vez que ella.
Somos
de modo particular, responsables “de ella”, tanto cada sacerdote en su propia
comunidad como cada Obispo en virtud del cuidado que debe a todas las
comunidades que le son encomendadas, ejerciendo el “sacerdocio real” la
“fuente y cumbre de toda la vida
cristiana”. Donde nuestra Eucaristía es la acción de gracias, nuestra alabanza
por habernos redimidos con su muerte y hecho participantes de su vida inmortal
mediante su resurrección.
La
Iglesia “hace la Eucaristía” así “la Eucaristía construye” la Iglesia; esta
verdad está estrechamente unida al ministerio del Jueves Santo. Cada vez que
participamos de manera consciente de la Eucaristía, se abre en nuestra alma una
dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios
ha hecho por nosotros los hombres.
Debemos
hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda
injusticia y ofensa, y así el interior del hombre o mujer se hace morada de
Dios en la Eucaristía. Siendo conscientes de Cristo habita en nuestro corazón y
mente, nos hacemos imágenes de Cristo. La Eucaristía tiene el aspecto de pan y
de vino, es decir, de comida y bebida; por lo mismo es tan familiar al hombre,
y está tan estrechamente vinculada a su vida, como lo están efectivamente la
comida y la bebida.
El
Sacerdote ofrece el Santo Sacrificio “in person a Christi”, lo cual quiere
decir más que “en nombre”, o también “en vez” de Cristo. “in persona”: es
decir, en la identificación específica, sacramental con el “Sumo y Eterno
Sacerdote”, que es el Autor y Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en
el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente
Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva “fuerza propiciatoria” ante Dios. La toma de
conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el
significado del sacerdote-celebrante que, llevando a efecto el Santo Sacrificio
y obrando “in persona Christi”, es introducido e insertado, de modo sacramental
(y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo “Sacrum”, en el que a su vez
asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística.
Todo
Sacerdote, cuando ofrece el Santo Sacrificio, ora la Iglesia entera; es un bien
común de toda la Iglesia, como Sacramento de su unidad, donde el ordenado puede
tocar las sagradas Especies, su distribución con las propias manos. Por esto y
mucho más cada vez que se realiza este Santo Sacrificio el Sacerdote debe
hacerlo con amor y vivencia de este gran misterio.
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